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El Blog de Misioneros Dominicos - Selvas Amazónicas

Julián dejó todo por los pobres

Hoy os dejamos una entrevista antigua a Julián Campo, de 1999, que se publicó en un periódico en el 2006 con motivo de su fallecimiento en un accidente de tren que tuvo lugar en Palencia ese año. Julián lo había abandonado todo en España por ayudar a los pobres en Calcuta, donde se dedicaba a embalsamar cadáveres y curar a los enfermos.

"Aquí he aprendido a dar y recibir la dignidad", confesaba entonces.

Todos los que hemos tenido la suerte de estar en Calcuta trabajando con las misioneras de la Madre Tersa hemos escuchado hablar de Julián y el maravilloso trabajo que hacía allí.

 

CALCUTA.- La muerte sorprendió a seis personas la tarde del 21 de agosto de 2006 cuando viajaban en tren en Palencia. Uno de los pasajeros que perdió la vida en el accidente es Julián Campo. En 1999, el suplemento CRÓNICA de EL MUNDO le dedicaba unas páginas que aquí dejamos. Lo había abandonado todo por ayudar a los pobres y entonces en Calcuta se dedicaba a embalsamar cadáveres y curaba a los enfermos.

Era coleccionista de corbatas caras, tenía en propiedad bares, tiendas... Hoy embalsama cadáveres en Calcuta, cura a los enfermos, espanta a las ratas. ¿Por qué?

Julián Campo ha aprendido a embalsamar cadáveres, a devolverles la dignidad, y a alojarlos en el camión municipal que visita diariamente la misión de la madre Teresa. No es fácil sobreponerse a la voracidad cotidiana de los cuervos, de las ratas y de los gusanos carnívoros, pero este converso de Burgos amaestrado en los jesuitas ha encontrado la paz en el arrabal más deprimido de Calcuta:"Bendito infierno", sentencia el voluntario español en homenaje a las hermanas de la caridad. "Bendito infierno", repite mientras una niña tullida y desconsolada se lava la cara para salir más guapa en la fotografía.

"¿El momento más duro? Me costó mucho trabajo tocar por vez primera el cuerpo de un enfermo. Y resultó tremenda la experiencia de sujetar un cadáver entre mis brazos. Creía que podía haber hecho más, que a lo mejor se hubiera salvado en otras manos más expertas que las mías. "¿No hay nada que hacer?", le pregunté a una de las hermanas. "Si sabes rezar, reza", me respondió.

El cuerpo esquelético, la barba profética y la cruz de madera en el pecho delatan una sonrisa solidaria entre las hermanas de la caridad y los pobres entre los pobres. Nadie sabe que nació hace ya 43 años, que se convirtió a la fe del maestro Antoñete en el esplendor de los 80, que pesaba nada menos que 140 kilos, que renunció a todos los negocios personales -bares, tiendas, Cortefiel-, o que estuvieron a punto de administrarle la extrema unción en el desliz de una confusión hospitalaria.

"Me ingresaron de urgencia con una úlcera de páncreas. Y ocupaba la habitación que había dejado libre un paciente fallecido. En el ajetreo del cambio, el sacerdote vino hacia mí como si yo fuera el moribundo. Y me dijo: 'sé que estos momentos son muy difíciles...'. 'Se equivoca de paciente, padre', le respondí para deshacer el nudo del estómago. Nunca como entonces había visto tan de cerca las orejas del lobo", explica sonriente Julián Campo con la sensación de haber recibido el tercer aviso.

Se acabaron los sanfermines, los peregrinajes taurinos, los homenajes gastronómicos del norte, los viajes a Cuba. Y se terminaron para siempre los disgustos en horario de oficina. Nadie sabía entonces, ni siquiera Julián, que el exilio circunstancial a un apartamento de Marbella -"nada que ver con la jet, por favor"- entrañaba un proceso catártico en dirección a la madre Teresa de Calcuta.

"Aquí aprendes a valorar la vida, a modificar la escala de valores occidental, a entender el sentido de la caridad, de la generosidad. Se habla mucho de los pobres, pero nadie habla con ellos. Y son los pobres quienes me han enseñado el sentido de este trabajo humanitario: te dan más de lo que tienen, te quieren, te transmiten unas sensaciones humanas que no he percibido fuera de aquí".

Julián Campo menosprecia el historial de las enfermedades propias, incluso trata de desdibujar el mérito implícito en tres años consecutivos de entrega. Se levanta a las cinco de la mañana, asiste a la misa voluntaria de las seis, atiende personalmente a una familia que ha adoptado en la calle, dedica 12 horas a los moribundos, friega, lava, cura, extirpa gusanos, pone inyecciones, espanta a las ratas, corta el pelo, juega con los niños...

"No tuve el valor de marcharme cuando vine a Calcuta. Fueron los peores cinco días de mi vida. Me preguntaba si era necesario tanto dolor, si hacía falta llevar los extremos de la miseria a unas experiencias tan horrendas. Me ayudaron a salir adelante un sacerdote español y otro voluntario de Barcelona. Después, superado el trauma inicial, me di cuenta de que las dudas palidecían con el ejemplo impresionante de las hermanas, o con su rostro feliz e iluminado. Esta es la verdadera fe". Habla Julián Campo, el socio del Atleti, el coleccionista de corbatas caras, o el agitador más popular de Burgos. Muchos aficionados a los toros recuerdan su imagen oronda y afable en el itinerario ritual de Antoñete, pero ignoran que ha decidido retirarse a un pequeño hostal de Calcuta para seguir el ejemplo de la Madre Teresa.

"No me arrepiento de la vida anterior. Al contrario, creo que una y otra experiencia son las que me permiten valorar como un acierto esta modesta retirada a la India. Soy de los hombres que no quieren participar en la carrera, de la estirpe que señala a aquellos que no compiten en la sociedad. Y soy más feliz que nunca".

La revelación se produjo en el lance casual de un peregrinaje al monte del gozo. Resulta que Julián se aventuró al camino de Santiago hace tres años en compañía de un grupo de amigos. Y resulta que un voluntario español se le apareció en el camino para descubrirle el misterio de Calcuta, o para mostrarle el contexto de la verdadera vocación. ¿Dónde?

"No tenía la menor intención de permanecer allí más de una semana. De hecho, aparqué el coche en el aeropuerto con la intención de recogerlo a mi regreso. Aquí estoy, sin Audi, sin casa, sin ninguna propiedad personal. Me queda un apartamento alquilado en Marbella y algún dinero en el banco. Nada más. Ni quiero".

Ni una rupia

El matiz viene a cuento porque los voluntarios de la madre Teresa no cobran una rupia. Ni siquiera reciben ayudas para costearse el viaje, para mantener la residencia, o para compensar el esfuerzo de 12 horas consecutivas. "Vas allí y te pones a trabajar a tu aire. Nadie te pide ayuda, ni te indica lo que tienes que hacer. Primero aprendes, después te sueltas, y, al final, acabas la jornada extenuado, con una sensación plena de vitalidad. No te puedes imaginar la manera en que los pobres entre los pobres agradecen que escuches sus pequeñas historias, sus problemas, sus ilusiones. Un trozo de cielo en el infierno".

Julián Campo ha aprendido a hablar bengalí. Y a utilizarlo con la familia que se ocupa de custodiar en el arrabal más deprimido de Calcuta. El padre trabaja de hombre caballo; la madre atiende la casa -es un decir- en un resquicio miserable de la acera, mientras que los cuatro niños van a la escuela cuando se lo consiente el régimen severísimo de las enfermedades: malaria, tuberculosis, tifus...

"Tío Julián, tío Julián", le gritan nada más reconocerlo en la pestilente embocadura de la calle. Pantalones cortos, aspecto descuidado, una camisa estampada con la imagen del Cristo de Burgos, una sonrisa descomunal. "Ésta es mi familia, mis niños, mi gente. Como lo son las hermanas de la caridad. Nada de sectas, ni de religiones. La madre Teresa me enseñó un consejo fundamental: si eres cristiano, sé un buen cristiano; si eres musulmán, sé buen musulmán; y si eres hindú, sé un buen hindú".

¿Cómo era la madre Teresa? Julián adopta un semblante serio, solemne, grave. Podría decir que era una santa, o que sacrificó la vida en beneficio de los demás, pero el hermano Campo dibuja un retrato más abstracto y sentido: "los ojos, la mirada serena, el calor de las manos, la abnegación, la vitalidad, la paz, la energía".

Y así, hasta que Julián Campo reconoce el sentido de tres años en el umbral de la pobreza. "Me marcharé cuando el trabajo se convierta en una rutina, cuando sienta que la vida y la muerte han dejado de soprenderme, cuando vea que me levanto a las cinco de la mañana como si los enfermos y los moribundos fueran una mera obligación. Sé muy bien que no he solucionado el problema del hambre, que la misión apenas representa una gota en el océano, pero no quiero reprocharme haber abusado de la vida cuando la muerte y la pobreza abusan de los demás. Aquí he aprendido a dar y recibir la dignidad".