¿Por qué no te callas?
Hoy hemos sacado este texto del blog "Ilustrando... y Dios" del dominico Felix.
"Es una suerte tener tanto trabajo, me siento muy privilegiado por poder estar y ser parte de tantos procesos, momentos y personas… pero, de vez en cuando la cosa se pone complicada: cuando no puedes responder a todo, los compromisos coinciden en el tiempo y no hay posibilidad de atenderlos a todos, cuando tienes que decir que no a alguien…"
"Es una suerte tener tanto trabajo, me siento muy privilegiado por poder estar y ser parte de tantos procesos, momentos y personas… pero, de vez en cuando la cosa se pone complicada: cuando no puedes responder a todo, los compromisos coinciden en el tiempo y no hay posibilidad de atenderlos a todos, cuando tienes que decir que no a alguien…
Me siento muy mal cuando, como hoy, eso me ocurre… y lo cierto es que no sé muy bien por qué. Sé que ni puedo ni debo pretender estar siempre en todo al cien por cien; que no soy más que un instrumento; que el que conoce y decide no soy yo.
Aceptar las frustraciones es algo imprescindible, no sólo para vivir sino también para ser seguidores de Jesús. Los creyentes (y yo el primero) tenemos también que aprender a “callar”, es decir, a no poder estar, a no tener todas las respuestas, a no ser capaces de solucionarlo todo
Admitirlo, pero no con una amarga resignación, sino desde la confianza en que se llega hasta donde se puede y que el resto, ya está en manos de Dios.
No es bueno que los cristianos –tanto a nivel individual como de toda la Iglesia- intentemos ser “omnipresentes” o estar continuamente “hablando”, porque si así lo hacemos, lo más probable es que en lugar de su Palabra, acabemos proclamándonos a nosotros mismos. Entonces es cuando tenemos todas las papeletas para hacerlo mal.
Cuando haces todo lo que está en tus manos y las cosas no salen, pues no han salido… lo mejor es aceptarlo con paz y, desde esa confianza, tratar de encontrarle sentido.
Justo hoy, que deambulaba yo entre lo que sé y lo que siento, me he encontrado con este cuento que me viene como anillo al dedo, espero que os guste.
El viejo Haakón cuidaba una ermita. En ella se conservaba un Cristo muy venerado que recibía el significativo nombre de “Cristo de los Favores”. Todos acudían para pedirle ayuda.
Un día también el ermitaño Haakón decidió solicitar un favor y, arrodillado ante la imagen, dijo:
— Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la cruz.
Y se quedó quieto, con los ojos puestos en la imagen, esperando una respuesta.
De repente -¡oh maravilla!- vio que el Crucificado empezaba a mover los labios y le dijo:
— Amigo mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición, que, suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de guardar siempre silencio.
— Te lo prometo, Señor.
Y se efectuó el cambio. Nadie se dio cuenta de que era Haakón quien estaba en el cruz, sostenido por los cuatro clavos, y que el Señor ocupaba el puesto del ermitaño. Los devotos seguía desfilando pidiendo favores, y Haakón, fiel a su promesa, callaba.
Hasta que un día… Llegó un ricachón y, después de haber orado, dejó allí olvidada su bolsa. Haakón lo vio, pero guardó silencio. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas más tarde, se apropió de la bolsa del rico.
Y tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él, poco después, para pedir su protección antes de emprender un viaje. Pero no puedo contenerse cuando vio regresar al hombre rico, quien, creyendo que era ese muchacho el que se había apoderado de la bolsa, insistía en denunciarlo.
Se oyó entonces una voz fuerte:
— ¡Detente!
Ambos miraron hacia arriba y vieron que era la imagen la que había gritado.
Haakón aclaró cómo habían ocurrido realmente las cosas. El rico quedó anonadado y salió de la ermita. El joven salió también porque tenía prisa para emprender su viaje. Cuando por fin la ermita quedó sola, Cristo se dirigió a Haakón y le dijo:
— Baja de la cruz. No vales para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio.
— Señor –dijo Haakón confundido-, ¿cómo iba a permitir esa injusticia? Y Cristo le contestó:
— Tú no sabías que al rico le convenía perder la bolsa, pues llevaba en ella el precio para humillar a una muchacha. El pobre, en cambio, tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo. En cuanto al muchacho último, si hubiera quedado retenido en la ermita no habría llegado a tiempo de embarcar y habría salvado la vida, porque has de saber que en estos momentos su barco está hundiéndose en alta mar".