En las zonas más alejadas del Bajo Urubamba
Fray Joel nos relata su visita a Montetoni, Perú, uno de los más esperados de su vida como misionero. Este viaje le ha brindado la oportunidad de conocer mejor las comunidades originarias de la región y su cultura.
Montetoni
Escribo estas líneas desde el estrado construido al frente de la canchita de la escuelita de Montetoni, acompañado de dos ananekiegi (niños) matsigenka que en el camino me saludaron con un“¡Oga!” y están sentados a mi lado mientras miran atentamente la laptop, sus teclas y van escuchando una de esas cumbias que tengo en mis colecciones de archivos.
El viaje a Montetoni era de los más esperados para mi corta vida de misionero en el Bajo Urubamba. Ya he visitado las comunidades del Pagoreni, las del Mipaya, las de Timpía, y si bien las del “río grande”, el Urubamba, aun faltan, creo que si uno llega al Montetoni ya tiene un panorama general de lo que significan las comunidades originarias de esta zona. Para llegar hasta aquí uno debe pasar por Camisea, Tarankiari, Kuvantiari, Sagondoari y Marankiato. Nos encontramos en unas de las zonas más alejadas del Bajo Urubamba, casi en el límite con Madre de Dios. Se llama zona de la Reserva territorial kugapakori, nanti y otros.
Salimos el 5 de junio a las 6.20 am desde la comunidad de Timpía. Nos habíamos quedado a participar de la fiesta de la misión. La madrugada había sido fría y con neblina. En canoa, con doble casaca, el gran Noé nos llevó a hermana Arlette (Misionera dominica del rosario y coordinadora de nuestro equipo itinerante) y a mí hasta Camisea. Temía por los estornudos. A la intemperie, navegando por cerca de dos horas, era fácil pescar un resfrío o una gripe y eso no nos podía pasar: para llegar a las comunidades de la reserva se nos habían solicitado tantos requisitos (entre vacunas, pruebas anti-covid, exámenes médicos) que no podía enfermarme a última hora. Después de tomar un paracetamol, parece que solo esto quedó en anécdota.
Llegamos a Camisea cerca de las 8.20 de la mañana. Allí estaba la hermana Giovanna con los machetes que debíamos entregar a las comunidades de la reserva, y muy cerca de nosotros, Enrique, jefe de la comunidad de Marankiato, que sería nuestro motorista, quien nos llevaría hasta nuestro destino. Obviamente también venía con su puntero, Wiri. Después de un breve desayuno (un calentadito que quedó de la fiesta de Timpía) nos enrumbamos al río Camisea con dirección a Montetoni. El viaje fue duro, difícil: el río estaba bajo. La canoa de aluminio chocaba muchas veces con las piedras, sobre todo en las curvas de los ríos. Hasta este punto yo no ayudaba mucho a jalar la canoa, puesto que después de intentarlo más de una vez, mis torpes pies no podían avanzar entre las piedras y la corriente de agua. Y como dicen por ahí: “más ayuda el que no estorba”.
Cuando llegaron las 2.00 pm estábamos en la Garita de control: la entrada a la “RESERVA”. Cuando hablo de la reserva me refiero a la reserva Kugapori, nahua y nanti. Después de tomar un aliviante masato dulce, reportarnos por Internet con algunas personas que sabían de nuestro viaje y registrarnos en el libro de control, bajamos nuevamente a la playa para continuar el viaje. Esta vez, nos acompañaban los mismos trabajadores del Ministerio de cultura, pues tienen entre sus funciones, acompañar las actividades externas de personas no originarias de la zona. En esta segunda parte del viaje, creo que el deseo por ser útil ayudó a que mis pies se hicieran más diestros, y bajé varias veces a jalar la canoa; hermana Arlett también se animó: y es que la dificultad del viaje lo ameritaba. Eran alrededor de las 4 de la tarde cuando pasamos por Tarankiari y dejamos una primera carga de machetes, saludamos a Guzmán Felipe, jefe de la comunidad, le aseguramos que pasaríamos por ahí el día 14 para visitarlos. Después de continuar por cerca de dos horas más, la noche se nos veía encima. Llegamos a Kuvantiari, y ahí decidimos descansar. Sé que nuestros hermanos en la selva duermen temprano (alguno me dijo que ya a las 5 se están yendo a descansar).
Sin embargo, nuestra visita parece que despertó a todo mundo. Eran más de las 6. Fue una de las acogidas más memorables.
El jefe nos indicó en qué casita podíamos pernoctar. Mientras armábamos nuestras carpas, venían matsigenkas a preguntarnos nuestros nombres, mientras que ellos también se presentaban, en medio de las fraternas sonrisas que apenas se divisaban en medio de las luces de las linternas, nos trajeron sekatsi (yuca), carachama y paca: fue nuestra cena, un compartir en medio de un contar historias misioneras y laborales. No recuerdo la hora en que cerré los ojos. Estaba cansado. El Señor nos llamaba a descansar.
Para el jueves 6 de junio, salimos muy temprano de Kuvantiari: nuestra meta era llegar a Montetoni antes de que cayera la tarde. El río parecía más bajo de lo normal. Fueron muchas bajadas y muchas veces en que estaba empapado. La alerta por una gripe llegaba nuevamente. Pronto salió un sol tan caliente que hacía que la ropa se secara rápido. A las 8 de la mañana estábamos en Sagontoari: allí hicimos otra descarga de machetes. Subimos a visitar la escuelita, que tenía a sus profesores preparando el día de la bandera con sus alumnos. El masato que nos ofrecieron fue nuestro desayuno, combinado con algunas galletas que nunca faltan en la bolsa de las provisiones. Les aseguraremos que les visitaríamos más ampliamente al regreso. Continuamos la travesía, y después de quedarme dormido, tal vez cansado con tantos esfuerzos por jalar la canoa, la hermana Arlett me despertó: estábamos en Marankiato. Ahí teníamos que descargar mucha más cantidad de machetes, y desde esta comunidad debíamos emprender una caminata de dos horas para llegar a Montetoni: el río ya no daba para más. A medida que avanzábamos veía que se secaba (es la época). Nos alertaron que una motocarga pasaría a las 2 de la tarde para llevar materiales hacia Montetoni, donde están construyendo la posta de salud, y habían habilitado una carretera momentánea. Decidimos esperar.
La preciosa creación de Dios invitaba a alabarlo, entre montes, árboles, mariposas, pájaros
Las casi cinco horas que estuvimos en Marankiato fueron para descansar, preparar el almuerzo, entrar en contacto con algunos comuneros, entregar los machetes… Una de las primeras imágenes que me impactaron al subir a la comunidad fue ver una cruz dominica grande en una de las paredes de la escuela. Esa cruz lo era todo: Me decía que por aquí pasaron mis hermanos dominicos, que nuestro trabajo ha llegado a lugares inimaginables, y me animaba a seguir adelante. Era la Víspera del Sagrado Corazón de Jesús: un día especial para dar gracias al Señor por la misión, por haber puesto en mi corazón un alguito de sus sentimientos. Yo también quería que todos conocieran su nombre, que es capaz de mover montañas, y lanzarnos a las aguas para anunciarlo.
La motocarga llegó a las 4.30 de la tarde, aproximadamente. Un grupo de obreros del Consorcio Megantoni no dudó en llevar a todos los expedicionistas. Entre nosotros, misioneros, y el personal del Ministerio éramos seis personas. Se sumaron nuestras mochilas, carpas, provisiones, más machetes. La motocarga, más grande de lo común (¿unimoto?) llevaba ya varios tripulantes (unos seis), paquetes de cerveza, golosinas y víveres, para abastecer una tiendita de arriba, además de la despensa de los obreros. Aun así, todos entramos, apiñados pero felices. La preciosa creación de Dios invitaba a alabarlo, entre montes, árboles, mariposas, pájaros…. Mientras avanzaba la movilidad compartíamos historias del antes y después de las comunidades, de sus proyectos, de sus “progresos” … y mientras caía el sol salieron a relucir las historias de “gatitos” de la selva de los que algunos obreros habían encontrado huellas (grandes y pequeñas). Nadie los ha visto cara a cara, pero parece que rondan por la zona. “pero la bulla hace que se alejen”, decían. Con estas importantes informaciones llegamos entonces a Montetoni. Nuestra llegada alertó a los comuneros. Mientras ayudaban a bajar las cosas, nos saludaban y acogían. Parece ser que las obras de infraestructura los han ido acostumbrando a visitas seguidas.
Después de saludar a Ángel Timpía, jefe de la comunidad, se nos indicó el lugar donde nos quedaríamos los tres días que estaríamos por aquí. Con una rica conserva, una galleta y una botella de agua, daba gracias a Dios por el día y me disponía a descansar (sobre todo después de haber escuchado historias de “gatitos”). Cuando quise dar el saludo final a la noche estrellada, el director de la escuela estaba sentado a la puerta de su habitación e inició una amable e inolvidable conversación. En medio de su juventud había experimentado muchas sensaciones religiosas en que María, nuestra Madre, le había mostrado el camino del bien en medio de las dificultades de la vida. Me pedía interpretaciones de sus sueños y explicaciones de lo paranormal. En medio de la escucha atenta solo atiné a decirle que las interpretaciones no son generales: los sueños quieren decirnos algo en el momento que vamos viviendo personalmente. Él iba sacando conclusiones de su vida y finalizaba la conversación pidiendo que bendiga su trabajo, su casa y la escuela. El día no pudo terminar más bendecido.
Para el 7 de junio, día de la bandera, después de la ducha correspondiente (y necesaria) las pruebas de sonido para el desfile escolar nos alentaban a ir a participar del evento. No eran ni las 7 de la mañana y los niños ya estaban a la puerta. Qué precioso momento fue ver a los niños presentar sus números artísticos: Algunos presentaban una adivinanza, otros una frase, otros una suma. Era totalmente tierno. Después de las palabras del director se dio paso al desfile cívico. Cada niño y niña tenían su banderita en mano. Eran los niños más felices del mundo portando la bicolor peruana. Están aprendiendo a amar a su patria. Pensaba y oraba mucho en ese momento: les deseaba todo lo mejor. Sus sonrisas y ojos inocentes lo merecían. Después de compartir algunos dulces que habíamos traído y la infaltable avena de Qali Warma, llegaron los adultos y en presencia de toda la comunidad se hizo la entrega de los machetes que la misión estaba donando. Nos recordaron que también necesitaban sal, lana, limas, cartucho, jabón… pero mostraron profundo agradecimiento por las herramientas que iban recibiendo. Después de unas fotos para la evidencia y archivo, el Jefe de la comunidad nos trajo una gallina en agradecimiento. ¡Teníamos almuerzo asegurado! Y así fue, la hermana Arlette, la profesora Karen y dos niñas se encargaron de los procesos fundamentales. Yo apenas cargué la leña, traje el agua y limpié algunos recipientes, al menos para hacerme merecedor de un platito de caldo.
Los niños de los que les conté al inicio de esta historia ya se fueron. Tal vez se cansaron de no ver más que a un hombrecito escribiendo. Llegando a las 3.30 de la tarde, con un sol inclemente, termino estas líneas. Mañana nos toca visitar el anexo de Potsotaroki, y poco a poco ir visitando las comunidades que dejamos en el camino. Dios y su santa madre sigan bendiciendo nuestro camino.
De Marankiato hasta la casa
Nunca olvidaré aquella escena bajo la luz de Cáshiri (Luna). Un día antes de despedirnos de Marankiato, la profesora Luz nos preguntaba a los misioneros si podemos bautizar a dos bebés que se encuentran un poco enfermos. ¡No faltaba más!, ¿dónde están los “ananekiegi”? Y en medio de la tarde caída (alrededor de las 6.30 pm) fuimos hermana Arlett y yo a buscarlos en sus casas. Como misionero principiante aun no conozco su idioma, pero creí entender que aceptaban el bautismo para sus hijos. Después de visitar la casa de la señora Sonia encontramos una escena popular de la cultura matisgenka: un grupo de familias tomando masato, contándose historias de la vida, compartiendo yuca y algo del escaso pescado que hay en la temporada de río bajo. Nos unimos al compartir. Y mientras íbamos contemplando la luna nos pidieron que cantáramos algo “en castellano, no importa”. En ese momento la voz de la hermana y la mía entonaron aquel canto que me trae tantos recuerdos en mi vida misionera: “Yo canto al Señor, mi Dios Creador”, ambos nos la sabíamos y ambos sabíamos lo importante de la letra para ese momento, aunque tal vez ellos no comprendieran todas las palabras. Nos aplaudieron y continuaron los brindis entre chistes que solo ellos conocían y la tenue sonrisa escondida entre las sombras que denotaban que nos aceptaban entre los suyos.
Montetoni fue experiencia preciosa. Conocimos varias familias de los chicos de la residencia, tuvimos una conversación con los comuneros y comuneras, hubo tiempo de alabanza y predicación en matsigenka a cargo del profesor Willy Prialé, visitamos el anexo de Potsotaroki, comimos todos los días caldo de gallina con los regalos que nos hacía la comunidad… y caminamos por la senda que une esta comunidad con la de Marankiato. Tanto en una como en otra comunidad recibíamos los agradecimientos por los machetes que llevamos como donativos (a su vez donados por la caridad de la Familia dominicana en Perú), y escuchábamos sus nuevos pedidos que incluían lana, cartucho, platos, cucharas, limas, entre otras cosas. Ya en Marankiato asistimos a los partidos de fútbol, que organizaba la comunidad, previo al día del padre y el próximo aniversario (20 de junio), pero sin duda alguna la despedida fue de lo más especial. Había comenzado estas líneas contándoles que tendríamos dos bautismos… ¡al final fueron diez! Las madres traían a sus criaturas para recibir “la bendición” (como así lo entendían) y muy diligentes traían las cartillas de nacimiento de los niños y los documentos de identidad para que sean apuntados en el libro de bautismos de la parroquia-Misión. Hermana Arlette, muy atenta a las escenas de misterio, retrataba las caras de los niños que recibían agua bendita sobre sus cabecitas heridas por las picaduras de algún animalillo. Y mientras que, por los misterios de Dios, mis ojos contemplaban el nacimiento de nuevos cristianos, yo no podía estar más feliz.
Alejados ya de ambas comunidades, nuestra canoa al mando de Enrique Koenti y su ayudante, el joven Wiri, avanzaba hasta Sagontoari u Omarane. Ya uno de los profesores (que encontramos por el camino) nos adelantó que nos esperaban con carachama. Después de una reunión con el jefe y la escucha de más pedidos, entre risas y anécdotas, nos sentamos a la mesa a disfrutar del rico almuerzo. En la cultura matsigenka todos comen del mismo plato, así como todos beben del mismo contenedor del masato. Mientras avanzaba la conversación, el jefe de la comunidad, trajo un pescado envuelto en hoja de plátano, calientito, y con ahumado olor: era para nosotros los misioneros, que, si bien fue puesto para el compartir de todos, era un pescado especial. No podía sentirme más agradecido por el detalle.
Avanzamos río abajo, un poco más, y llegamos a Tarankari. En esta comunidad ya habíamos pernoctado una noche, en la casa de don Eduardo. Esta vez llegamos en pleno sol. Mientras subíamos nuestros bultos a la comunidad, entre los que estaban cinco gallos que los papás/mamás de la residencia enviaban para sus hijos, nos percatamos que uno murió en el camino. El pobre no aguantó la inclemencia del sol en la canoa. Pero sirvió de cena para los que nos reunimos ahí. Ya no había lamentos, entre risas, sobre todo las de Enrique, nos comíamos al pobre gallito.
Hicimos tiempo hasta que llegara el jefe, Jesús, de su chacra. Cayó la tarde y pudimos conversar con él; hicimos una breve visita por la comunidad, que nuevamente a la luz de Luna, se disponía a comer, masatear, descansar y contar historias. Los misioneros llevábamos un día en insolación, así que fuimos a “descansar” … de mi parte, aquella noche no pude dormir:
Mi alma agradecida recordaba el rostro de una madre de Montetoni que a pesar de no tener de dónde, consiguió una gallina y yuca para enviarle a su hija que había obtenido buenas notas en el colegio.
Agradecía a Dios porque en Montetoni no nos encontramos con ningún “gatito” de monte y porque en Marankiato no nos picó ninguna “maranke” (serpiente). En medio de la carpa, que se ha convertido en estos viajes misioneros en mi sala de estudio, capilla personal y habitación, leí unos comentarios del segundo modo de orar de Santo Domingo y recé los misterios gozosos. Aquella noche llovía, bajaba a orinar después de tomar tanto masato, y pedía a Dios que llegara el sueño… hasta que llegando a las cuatro de la mañana por fin pude conciliarlo.
Amaneció el doce de junio y después de tomar un rico desayuno preparado por los comuneros tuvimos otra reunión de escucha y pedidos con los hermanos de Tarankiari. Son cuatro familias, muy unidas y alegres. Después de algunas fotos y despedidas nos disponíamos a nuestra próxima parada. Pero antes: ¡un masato final! Lo traía una de las señoras mayorcitas de la zona. Nunca olvidaré su rostro y su sonrisa. No tenía ninguna duda en mi corazón: Nos estaba trayendo lo mejor que tenía. Pensaba en aquella parábola de la viuda pobre que echó dos moneditas en el arca de las ofrendas. Exclamé en mi interior mientras evitaba que alguien mirara mis ojos llorosos: “Ella lo ha dado todo”.
Después de revisar que todos los gallos y gallinas navegantes estuvieran vivos, nos subimos a la canoa. El sol nuevamente amenazaba un viaje difícil por el río. Enrique y Wiri, muy diligentes en todo, dirigían la travesía mientras que por la ruta saludábamos a los comuneros de las comunidades que hacían faena de limpieza del río, quitando las piedras grandes que pudieran obstruir las rutas y haciendo una especie de “camino” en medio de las aguas. Nos detuvimos en Kuvantiari para saludar a la comunidad: fue la visita más breve porque no se encontraba el Jefe, y en las comunidades nativas de la zona es importantísimo la comunicación directa con el líder del grupo. Lo encontramos media hora después, pescando con su familia. Conversamos un momento, nos invitó el masato familiar que llevaba en su humilde canoa y nos despedimos hasta la próxima visita.
Con la llegada a la garita de control nos despedimos de la visita a las comunidades “de la reserva”. Después de firmar nuestra salida de la zona en la casita-oficina que tiene el Ministerio en Inaroato, Enrique y Wiri nos trajeron hasta Cashiriari, desde donde escribo estos párrafos. Después de una semana vuelvo a dormir en un colchón. Con sinceridad no podría decir que extrañé dormir sintiendo las tablas de madera o la tierra fría en mi espalda… pero vuelven a mí el dulce recuerdo de compartir la dormida con mis hermanos en esta zona de la Amazonía.
Fray Joel Alfonso Chiquinta Vilchez, Misionero Dominico - Selvas Amazónicas