¿Amar a Hitler?
Una reflexión profunda y acertada sobre las atrocidades que se cometen en el mundo. Nos acordamos especialmente de la tragedia en Gaza...
El mandato de Jesús es amar también a los que no nos aman (Mt 5, 44).
¿Cómo se puede amar a un monstruo como el estrangulador de Boston o a esa madre que mató a sus cuatro hijitos con una tijera? ¿Cómo amar a esos gorilas de anteojos oscuros que hacen escupir sangre a sus víctimas, los muelen a palos y les quebrantan sus huesos?
¿Amarlos? ¿Amar a Hitler, Stalin, a todos esos ángeles de la muerte que han masacrado a medio mundo? ¿Amar a ese mentiroso que ataca a sangre y fuego un país en nombre del Dios de los cristianos cuando su único dios es el petróleo? ¿Amar a un piadoso católico de comunión diaria que en pocos años hizo desaparecer 30.000 personas y destrozó el alma de todo un país?
¿Cómo amar a los políticos cínicos, a los estafadores de saco y corbata, a los traficantes de venenos que reducen a los jóvenes y a tantos otros a la esclavitud e infierno de las drogas? ¿A esos mercaderes de carne humana? ¿A esos desalmados que violan niños?
Yo confieso que no puedo amarlos. No porque yo sea mucho mejor que todos ellos sino porque me es imposible estar al mismo tiempo del lado del cordero y del lobo.
El barco de mi mundo, que es el mundo de todos los humanos, se halla permanentemente amenazado por la marejada, las borrascas, las tempestades; no puedo salvar este barco sin partir las olas, sin quebrarlas, sin arremeter contra ellas...
Pero, todo eso es el mundo de la superficie. Un mundo bien real en el que hemos nacido y en el que moriremos. No obstante, el mundo no termina allí. Hay algo más profundo debajo de esa superficie. El mismo mar, en realidad, es muchísimo más que todo lo que se sabe y se puede ver de él. Conmigo es lo mismo.
En mí hay una superficie que es mi "yo" de todos los días, con sus anteojos, su compás, su brújula, pero en mí hay también otro "yo" infinitamente más profundo. En esa profundidad, es allí donde se aloja mi ser verdadero y la realidad de todo.
Allí se encuentra el amor ágape de que habla el Papa, allí se encuentran la superación de todas las cosas, la Verdad con una V grande, la Luz y el Infinito.
Allí se encuentran el poderoso dinamismo de la Vida, la gran Energía, la santa Sabiduría. Allí se encuentra Dios (se crea en él o no). Allí todo es uno.
Allí no hay buenos ni malos. Allí ya no hay cínicos, estafadores, monstruos... Allí están el verdadero Milosevic, el verdadero Hitler, el verdadero Caifás, el verdadero Pilatos, los hombres y las mujeres que estaban hechos para la Luz y que no nacieron a la luz, quedándose toda la vida en la superficie de las cosas, prisioneros de su propia historia de dolor, de terror, de humillación y de muerte, que quisieron superar a su manera.
Es allí adonde encuentro quién soy yo verdaderamente. En ese lugar no hay manera de odiar, de defenderse, de sentirse atacado.
Todo es verdaderamente UNO. Allí está Dios y todos los humanos sin excepción, en el esplendor de su profunda realidad hecha íntegramente de luz y de belleza. Allí se encuentra todo el cosmos, el universo.
Cuando Jesús me manda amar a mis enemigos, me convoca a seguirlo y a hacer en él y con él la experiencia de esta inmersión en la profundidad de mi ser, allí donde está él y donde se encuentra toda la Luz que me habita.
A ese nivel ya no respiro solo con mis pulmones (que están hechos, como se sabe, para la superficie y no para la inmersión) sino con otro principio que me supera y que es el principio de toda vida y de todo ser, y que se llama el soplo creador o la energía de origen. Es allí donde aparecen en su verdadera dimensión las cosas y las personas.
Desciendo hasta esas profundidades mediante el redescubrimiento de la naturaleza y la revalorización de los signos sagrados de la experiencia espiritual (la Iglesia los tiene y muy valiosos, pero todas las culturas los tienen), y mediante la oración y la meditación, la cual es como una toma de posesión de mí mismo ante el dominio tiránico de la mente.
En esas profundidades me refresco el alma para poder regresar mejor a la superficie y enfrentar a los enemigos con valentía, dignidad y lucidez sin caer jamás en el odio, el orgullo, la venganza, la paranoia, la locura mentirosa que transforma lo blanco en negro y lo negro en blanco...
Es allí, abajo, donde yo veo la verdadera naturaleza de mis enemigos y es desde allí donde puedo llegar a amarlos. Porque desde ese lugar mis enemigos ya no se ven con la cara oscura que suelen mostrar a mi mente, sino con su cara de luz, que es su ser verdadero.
Y mientras más veo la cara de luz que tienen, más los amo, pero más me indigna también y me desespera la máscara que los desfigura.
Es así como el Jesús del amor a los enemigos pierde paciencia con los escribas y fariseos que no dejan de perseguirlo. Los encara, no con odio se supone pero ciertamente con pasión y gran cólera, cuando les echa en cara que no son más que "guías ciegos", "raza de víboras", que cumplen detallitos de la Ley de Dios mientras "dejan a un lado lo que más importa: la justicia, la misericordia y la fe".
O cuando él mismo larga sus terribles imprecaciones contra los ricos (Mt 23, 13-38, Lc 6, 24-26, Lc 6, 27-31, 1 Co 13, 4, Mt 12, 24 y 31-32).
Es notable que Lucas ponga el mandamiento del amor a los enemigos justo después de esas maldiciones contra los ricos. Señal de que "amar a los enemigos" no significa encamarse con ellos...
Aunque san Pablo escriba con todo fervor que el verdadero amor es "paciente y comprensivo" y "no se deja llevar por la ira" vemos, en el propio caso de Jesús, que hay una cosa que el amor no aguanta y es el empecinarse en negar la realidad de las cosas.
Fue el problema de los escribas y los fariseos. Mientras la gente sencilla recibía su mensaje como pura Palabra de Dios, ellos, que estaban tan instruidos en las cosas de Dios, veían en el discurso de Jesús nada más que herejías inspiradas por el mismo demonio.
Este es el único pecado que no tiene perdón "ni en este mundo ni en el otro". Y es el pecado que cometen a diario todos los cínicos y cobardes, religiosos o civiles, creyentes o no, que prefieren el pellejo, el cargo, la plata, la institución antes que reconocer y aceptar la evidencia de las cosas.
Nunca se puede amar negando la verdad. Amor y verdad son inseparables.
"Amar" al enemigo, por lo tanto, no significa necesariamente "sentir amor" por él; es, al contrario, algo muy profundo que pertenece, no al perfume y la delicadeza de las flores, sino a la fuerza silenciosa y oscura de las raíces de la vida.
Eloy Roy - Fe Adulta