“¡Llueva sobre los impíos brasas y azufre!” (Sal 11, 6)
Fr. Miguel Ángel Gullón, OP, denuncia con valentía la situación de esclavitud de los trabajadores de caña de azúcar, que atenta contra su dignidad, una dignidad que Dios ama
Una bella costumbre ancestral en República Dominicana es pedir la bendición, o besar la mano, antes de salir de casa y cuando se entra en ella: “sión papá, sión mami” y se responde: “Dios te bendiga mi hija”. De esta forma se cumple no sólo con una norma de respeto sino también con la invocación de la presencia divina que protege y cuida a las personas. Si alguien no lo hace se le recuerda con cariño. La expresión “bendiciones” se usa a menudo para saludar en el inicio o término de una conversación. Bendecir significa decir bien del otro, desear lo mejor para el otro, confiar plenamente en él.
Lo contrario de hablar bien de una persona o Comunidad es maldecir, levantar falsos testimonios y calumnias. La intención es destruir al otro con chismes inventados para dañar la imagen hasta donde se pueda. Ante los ojos de Dios es un pecado pues estas actuaciones quebrantan la fraternidad:
“¿cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo?” (Mt 7, 3).
Desde hace tiempo se ha acusado a la Familia Dominica de dañar la imagen del Central Romana y el Grupo Vicini por denunciar sus violaciones a la dignidad. Está claro que estas empresas dañan la imagen sagrada de Dios en las personas cuando destruyen sus casas, les roban su tierra y mantienen en régimen de esclavitud a los braceros que pican la caña de azúcar de sol a sol. Un fenómeno sociológico que se está dando desde el recrudecimiento de la política migratoria del actual gobierno con las deportaciones abusivas de haitianos y sus descendientes, ya nacidos en esta tierra, pero que permanecen en apatridia y limbo jurídico, es el síndrome de Estocolmo: la “camiona de la migra” no entra en los bateyes y, por tanto, sus moradores se sienten protegidos por quien les tiene secuestrados para beneficiarse de su mano de obra esclava, incluidos niños y niñas con la complicidad de UNICEF. Explicamos a qué se refiere este fenómeno: “el síndrome de Estocolmo es un término utilizado por primera vez en Suecia en 1973 por Nils Bejerot para describir un fenómeno paradójico de vinculación afectiva entre los rehenes y sus captores en el transcurso de un asalto a un banco en Estocolmo”[1]; durante seis días, cuatro rehenes fueron retenidos por sus captores. A pesar del peligro, desarrollaron un vínculo con los secuestradores y, tras ser liberados, se negaron a testificar contra ellos e incluso recaudaron dinero para su defensa legal. Este caso despertó el interés de psicólogos y sociólogos, quienes comenzaron a investigar si este patrón se repetía en otros escenarios de abuso y coerción. Este síndrome en el ámbito laboral se manifiesta cuando un empleado desarrolla una lealtad irracional hacia un superior o empresa que lo somete a condiciones abusivas. En estos casos, la víctima justifica o minimiza el maltrato, defendiendo incluso a su agresor y sintiendo gratitud por pequeñas concesiones. Esto mismo es lo que ocurre en los bateyes donde ni se piensa que llegará la camiona pues entonces ¿quién picará la caña?, ¿las máquinas?, cuando un bracero se enferma no se le paga el tiempo que dure sin trabajar pero si la máquina se daña le cuesta dinero a la empresa. La clínica del Central Romana fue construida con fondos de solidaridad internacionales para curar a las familias de los bateyes pero nadie verá a un “moreno” en sus lujosas instalaciones donde hasta el seguro más caro debe pagar diferencia.
El papa Francisco lo dice bien claro en la encíclica Fratelli Tutti: “a pesar de que la comunidad internacional ha adoptado diversos acuerdos para poner fin a la esclavitud en todas sus formas, y ha dispuesto varias estrategias para combatir este fenómeno, todavíahay millones de personas —niños, hombres y mujeres de todas las edades— privados de su libertad y obligados a vivir en condiciones similares a la esclavitud. Hoy como ayer, en la raíz de la esclavitud se encuentra una concepción de la persona humana que admite que pueda ser tratada como un objeto. La persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, queda privada de la libertad, mercantilizada, reducida a ser propiedad de otro, con la fuerza, el engaño o la constricción física o psicológica; es tratada como un medio y no como un fin” (FT 24).
Por estas y más razones es justo proclamar junto al salmista: “¡Llueva sobre los impíos brasas y azufre!” (Sal 11, 6) para que cese la pasión que están viviendo tantas personas cuyos derechos son invisibilizados y conculcados por estas diabólicas empresas con la anuencia de los Ministerios de Trabajo y de Hacienda que olvidan como estas personas pagan impuestos diariamente y, por tanto, pueden ser beneficiarios de los hospitales, etc.. La Sagrada Escritura, guía de nuestra conciencia, nos anima a restaurar la dignidad secuestrada:
“si un migrante viene a residir entre ustedes, en su tierra, no lo opriman. El migrante residente será para ustedes como el compatriota; lo amarás como a ti mismo, porque ustedes fueron migrantes en el país de Egipto” (Lv 19, 33-34).
Es tan rica la encíclica del papa Francisco que no cabe confusión sobre el modo de aplicar la justicia restaurativa: “no se trata de proponer un perdón renunciando a los propios derechos ante un poderoso corrupto, ante un criminal o ante alguien que degrada nuestra dignidad. Estamos llamados a amar a todos, sin excepción, pero amar a un opresor no es consentir que siga siendo así; tampoco es hacerle pensar que lo que él hace es aceptable. Al contrario, amarlo bien es buscar de distintas maneras que deje de oprimir, es quitarle ese poder que no sabe utilizar y que lo desfigura como ser humano.Perdonar no quiere decir permitir que sigan pisoteando la propia dignidad y la de los demás, o dejar que un criminal continúe haciendo daño. Quien sufre la injusticia tiene que defender con fuerza sus derechos y los de su familia precisamente porque debe preservar la dignidad que se le ha dado, una dignidad que Dios ama” (FT 241).
Se cumple la voluntad de Dios cuando la Palabra se encarna en la humanidad sufriente para liberarla de la esclavitud consentida por quienes la apadrinan. Es preciso sumar buenas voluntades para custodiar la dignidad de los migrantes en sintonía con el papa Francisco: “nunca se dirá que no son humanos pero, en la práctica, con las decisiones y el modo de tratarlos, se expresa que se los considera menos valiosos, menos importantes, menos humanos. Es inaceptable que los cristianos compartan esta mentalidad y estas actitudes, haciendo prevalecer a veces ciertas preferencias políticas por encima de hondas convicciones de la propia fe: la inalienable dignidad de cada persona humana más allá de su origen, color o religión, y la ley suprema del amor fraterno” (FT 39).
Fr. Miguel Ángel Gullón, OP
[1] RIZO MARTINEZ, L. E., “El síndrome de Estocolmo, una revisión sistemática” en Ciencia y salud 2018 29 (2) 81.