Dos noches en Cochiri
Después de Tangoshiari los voluntarios se desplazan a Cochiri. Un largo paseo cuya belleza duplica el tiempo.
En la amazonía la distancia no se mide en kilómetros sino en horas de viaje. El camino de Tangoshiari a Cochiri a través de la selva demora unas dos horas y media, tres tal vez si viajas cargada con tu bebito o si tras la lluvia el río creció volviendo agua lo que antes fueran piedras.
Ignacio es nuestro guía. Tiene 18 años. Lleva machete en mano porque le avisaron que el trayecto no estaba limpio. Sus pies parecen raíces que en cada pisada se funden firmes con la tierra. Camina con chanclas y no tropieza. ¿Tendrá pacto con esta selva para que se adapte cariñosa a sus pasos? Ignacio ve senderos donde nosotros topamos con muros de paca, troncos y ramas. Discurre ligero. De vez en cuando se detiene ante nuestra llamada cuando inseguros alzamos la voz para no perderle de vista. Nuestro andar es torpe. Su costumbres marcan viajar en hilera y sin hablar. El nativo tan sólo espera cuando las sendas se bifurcan. Con nosotros, resignado, hace excepción y se detiene una y otra vez.
El camino de Tangoshiari a Cochiri a través de la selva demora unas dos horas y media, tres tal vez si viajas cargada con tu bebito, ¿serán cuatro en esta ocasión?
Manuel nos recibe en su chacra. Es un terreno despejado de maleza, poblado de tocones quemados, donde altas plantas de yuca, dispersas y desordenadas, caña de azúcar y algunas plataneras les propocionan el alimento. Tras dos horas y media de camino el cansancio empieza a notarse. Rápidas las mujeres aparecen con cuencos de masato para calmar la sed y “qui” hervido y servido en desgastados platos de porcelana. Están contentas y sonrientes por la visita. Se sientan bajo una techumbre de hojas, con un pequeño fuego siempre humeante rodeado de viejos y sucios pucheros, de alumnio y plástico. Tienen sus rostros cubiertos de hachote, ojos negros expectantes, visten cusmas azules y moradas y un porte revestido de dignidad. Nos acomodamos en una plataforma elevada de tablones cubierta de hojas que hace las veces de estar, sofá y coma. Nos quitamos las botas que por ser impermeables tiene parte del río en sus interior. Sus tres hijos pequeños van y vienen curiosos. Amplias sonrisas iluminan sus caras y dejan ver sus dentaduras blancas y perfectas que contrastan con sus ropas a base de camisetas, rotas y desgastadas por el uso, tremendamente grandes que hablan de trabajos y privaciones, ¿sonreíamos también nosotros?
Nos despedimos agradecidos entrelazando manos y seguimos camino. Salimos de Tangoshiari intentando no mojarnos los pies pero ahora simplemente tratamos de mantenernos en pie. Ante nosotros se abre largo trayecto de piedras redondeadas que hablan de ríos que se despiertan en épocas de lluvia y estrechos senderos en los que selva te obliga a inclinarte, humilde, ante su grandeza...
... El camino de Tangoshiari a Cochiri a través de la selva demoraba unas dos horas y media, tres tal vez si viajabas cargada con tu bebito. Tangoshiari esta vez se distanció seis horas de Cochiri. Seis horas de agua, piedras, barro. Seis horas de insectos y de vegetación, de frondosa, omnipresente y dura vegetación.
Las chacras anuncian ya la presencia del asentamiento. Copempioni, un joven con llamativas botas de agua amarillas nos recibe cordialmente. Dos fuegos encendidos para dos mujeres, para dos familias y de nuevo techumbres, esteras, masato, yuca y mucho afecto expresado casi sin expresión hacia el padre David.
La subida a la comunidad discurre por un cortado en el que una pequeña vereda escalonada y serpenteante, trazada a fuerza de pisadas, habla de la íntima relación con el río. Arriba el poblado, abajo las chacras y más allá el agua, fuente de vida, juegos, transporte y alimento. ¡Al fin estamos en Cochiri!
La comunidad estructura en torno a tres barrios en los que la selva se ha ido despejando para configurar un gran cafetal al cobijo de arboleda del que obtienen algún beneficio. En ella conviven las etnias ashanincas y machiguengas. Todo este paisaje se haya sembrado de viviendas en la que el progreso llega en forma de construcciones con varias estancias y cubierta de calamina.
Nos instalamos en una casa en construcción que Fermín, uno de los profesores, nos ofrece con cariño. De momento son unos cuantos postes de madera que sostienen dos superficies de tablas en altura, una por planta, el inicio de un cerramiento y un tejado de chapa. Dormiremos en la planta superior con cierto respeto. No hay ninguna pared ni tampoco barandilla con la que proteger el perímetro y es mejor moverse por turnos ya que si lo hacemos varios al mismo tiempo toda esta estructura se balancea. Una escalera cual si fuera la de un barco une las dos alturas, con peldaños tan separados que no parecen pensados para sus cortas piernas. Al lado de la casa estos días veremos caer, grandes árboles talados con hacha, antipando su muerte con un gran estruendo, cual si fuera el último grito agónico por mantenerse sobre sus raíces. ¡Están preparando chacras!
En la tarde de llegada Nicolás sale de la caseta de la radio y nos saluda efusivamente. Dice que también es misionero. Cuenta maravillas de la misión. Nos alegramos de conocerlo ya que hace días nos habían hablado de él y sus historias. Es tremendamente locuaz y a partir de este encuentro nos acompañará prácticamente a lo largo de toda la estancia. Habla bien el castellano y efectivamente tiene la habilidad de robarte la sonrisa y la atención. Conoce a la perfección la naturaleza y a cada paso nos muestra plantas y nos cuenta sus propiedades que a veces resultan tan sorprendentes que dudamos de su veracidad. Dice que conoce bien la medicina natural y orgulloso alardea de que es capaz de curar soplándote humo. ¡Tras escucharle no nos asombra que lograse transportar en avión una cabeza medio descompuesta de tigre desde Cochiri a Lima! En la mañana siguiente aparece su hija, Marieva, sonriente a nuestro encuentro. Viste una cusma tintada en marrón y decorada con motivos geométricos por ella misma. Al fin llegó a su comunidad. Nicolas, también partero en Cochiri, la asistirá en menos de un mes en el nacimiento de su bebita. La familia se hará cargo de la niña ya que su papá se desentendió y ella regresará a Nopoki, centro universitario en el que la conocimos, para continuar sus estudios que la misión becó.
La noche en Cochiri se inunda de olores de hogeras, gente conversando y comida compartida. Fermín y su familia nos alimenta generosamente en nuestra estancia. Ya sea patarasca (pescado cocido envuelto en una hoja), yuca o carne siempre tienen algo que ofrecernos. Estos días un sajino, animal parecido a un jabalí, se reparte en varias familias. Cayó en una trampa a base de pistola. Lo han troceado y en varios hogares aparecen restos del mismo. Matilde, la mujer de Fermín cuece troceados los cuartos traseros que han descansado previamente en un barreño rodeado de gallinas y moscas. A la vuelta nos detienen para orgullosos ofrecernos raciones de caldo bien servidas con una porción carne, tremendamente dura y yuca asada. Como siempre un racimo de chiquillos nos miran curiosos y una vez más nos preguntamos si esta vez a ellos les llegó para probarlo.
Tras dos noches en Cochiri llega la mañana de vuelta. Conviene salir temprano para no abrasarte con el sol pero esta vez no será posible porque la comunidad, aprovechando la visita del padre, convocó reunión. La gente acude al salón comunal . Los hombres sentados en bancos y las mujeres en el suelo con sus hijos debaten los asuntos comunes durante tres horas. Dicen que la de hoy no duró demasiado. Un rato después nos dirigimos al río donde dos botes con peque peque, un motor concido que debe su nombre a su ruido característico, nos esperan en el río. La embarcación apenas sobresale quince centímetros sobre el agua. Nuestro puntero, un chico de quince años, será el responsable de señalar, evitar rocas con su caña e indicar sendas en el agua hacia las que dirigirse el motorista. Comenzamos en la cabecera de un río y en muchos tramos el agua apenas alcanza nuestras rodillas. Es obligado para el viajero saltar a menudo de la embarcación para elevar la línea de flotación, aligerar agua cuando sea posible o jalar (empujar) la barca si esta encalla. Nuestro trayecto discurre entre rápidos, mojaduras continuas, mucho sol y remansos que nos dan respiro para admirar la belleza y grandeza del paisaje que nos rodea. Hacemos un único alto en el camino en Campo Verde para visitar a Priscila. Un problema neurológico le impide caminar y depende de su silla de ruedas que en plena selva se nos atonja como una tortura. David le lleva unas muletas. Sabe que no le servirán de mucho pero ella se empeña en probar suerte.
Seguimos camino y poco a poco los ríos aumentan el caudal. Tras el Pagoreni, llegamos el Picha y finalmente el Urubamba donde Kirigueti nos espera. Rebosamos de alegría por la llegada.
Así, entre encuentros, historias, risas y escrúpulos ha trancurrido nuestro paso por Cochiri. La experiencia ha sido otra lección de vida. Se me vienen a la cabeza nuestros ancestros. También ellos conocieron como ducha el río, el caño común para la bebida, la comida si la naturaleza proveía, el compartir por ley, la sonrisa imborrable, la fuerza de familia y el esfuerzo o la esperanza como antídoto ante la adversidad. Ellos también sabría medir la distancia en horas y días, conocerían el andar como transporte y sus bestias harían las veces de barcas con las que abrirse camino en medio del monte. Ellos también conocerían lo que implicaba el ser uno con la naturaleza y mirarían al cielo para pedir al Padre que provera confiados en que tras la lluvia llega la cosecha.