Al encuentro del Apaktone
Medio siglo de vida misionero en la selva peruana da frutos. Artículo de Ricardo Olmedo para Revista 21
No falla. En cuanto llegan las calores la memoria me lleva a algunos lugares donde lo he pasado real mente mal sudando la gota gorda. Y uno de esos rincones "favoritos" de mis recuerdos es la selva amazónica.
Ya sea en los peruanos Iquitos o que otros se metieron selva adentro y Puerto Maldonado o en el brasileño Manaos. La selva, siempre lo he pensado, es territorio para quienes nacieron allí o para unos pocos valientes. Entre ellos, no me cabe duda, estuvo el Apaktone.
Hablo de José Álvarez, un asturiano que llegó en 1917 a Perú para incorporarse a la nómina de misioneros en una de las tres prefecturas que había creado León XIII en la región amazónica cuando Roma cayó en la cuenta que ese era territorio sin evangelizar aún; que desde Lima y la costa se había llegado a la sierra pero las honduras selváticas estaban aún vírgenes.
Lo que se encontró el padre Álvarez cuando llegó fue el principio del fin del tiempo del caucho, una época que alteró para siempre el frágil equilibrio en el que habían vivido siempre las comunidades nativas en su relación con la naturaleza.
Europeos, asiáticos y peruanos de otras latitudes habían llegado a la selva atraídos por el negocio de la mano de obra barata (léase esclava) de los pueblos indígenas. De algunos, porque otros se metieron selva adentro y vendieron cara su libertad e independencia.
JOSÉ ÁLVAREZ RECORRIÓ incansablemente los ríos de esa región para encontrarse con las poblaciones nativas. Y en sus escritos deja claro cómo lo hacía: "con una confianza ilimitada en Dios y con una paciencia aniquiladora con los hijos de la selva". Lo tuvo muy difícil. Los caucheros habían perseguido, esclavizado y diezmado a los pueblos indígenas. Era lógico, por tanto, la actitud huidiza o agresiva de estos ante cualquier presencia extranjera. Dos compañeros de Álvarez, sin ir más lejos. Lo pagaron con su vida. Por otro lado, los grupos nativos carecían de cualquier derecho y los misioneros fueron los únicos que se dejaron el alma reivindicando la dignidad de los pueblos amazónicos.
Lo cierto es que Álvarez, pasando todas las calamidades imaginables o no, hizo cientos de expediciones a pie y en canoa por el Departamento de Madre de Dios, acompañó a exploradores y diversas comisiones y aprendió lenguas y costumbres de los múltiples pueblos indígenas.
En uno de esos viajes en los que se jugaba la vida (no solo por la posible hostilidad de algunos sino por la cantidad y calidad de la fauna amazónica) fue cuando nació definitivamente la leyenda del Apaktone. Parece que fue en 1940, aunque la fecha exacta nunca ha quedado clara. Lo cierto es que se empeñó en acercarse a un asentamiento de amarakaeris a los que había atisbado en un vuelo en avioneta unos meses antes.
Dicho y hecho, se puso en camino junto a cuatro acompañantes: dos nativos piros y otros dos matchiguengas. Después de cuatro agotadoras jornadas, varias ramas cortadas les confirmaron que estaban cerca del poblado. Tan pronto como llegaron, más de un centenar de amarakaeris con cara de pocos amigos y embadurnados con el clásico achiote los rodearon y empezaron a insultarles. Enseguida la camisa del padre Álvarez voló entre las lanzas y cuando lo iban a desnudar por completo, uno de sus acompañantes gritó que dejaran en paz a su “apaktone”, es decir, a su padre anciano y sabio.
La petición impresionó al grupo y el padre Álvarez aprovechó entonces para hablarles en su lengua, en harakmbut,y ofrecerles su amistad y ayuda. Después de pasar una noche temblando de miedo, finalmente salieron sanos y salvos de aquel encuentro. Desde entonces, la fama del Apaktone se extendió por ríos y quebradas de la Amazonía peruana. Y fue en aumento hasta que murió en Lima en 1970. Años más tarde se abrió el proceso de beatificación.
SUELO ESCRIBIR en estas páginas sobre personas que he conocido por esos mundos de Dios. Al Apaktone lo conocí por otros misioneros dominicos como Pedro Rey, en la misión de Shintuya, que escuchó a José Álvarez cuando estaba en el noviciado y que me llevó hasta Pancho Pisarro, el último testigo del encuentro con los amarakaeris. O Rufino Lobo, que llegó a Lima unos días antes de la muerte Álvarez y le pudo escuchar algunas de sus aventuras. O Pablo Zabala, en la misión del Colorado, que da fe cómo la gente del lugar cuando rezaba decía “Jesús, María y padre José”, como prueba de la fama del padre Álvarez.
Cuentan que, cuando la visita del papa Francisco al Vicariato de Puerto Maldonado, alguien en Roma le daba vueltas a cómo presentar la figura del Papa a las comunidades indígenas. David Martínez de Aguirre, el actual obispo del lugar lo tuvo claro: “díganle que es como el Apaktone”. Y todos lo entendieron.
Artículo de Ricardo Olmedo publicado originalmente en Revista 21
En este enlace puedes ver el programa Pueblo de Dios: La herencia del Apaktone, de Ricardo Olmedo