Visita de María Laín a la comunidad Monte Salvado
Nuestra voluntaria nos comparte todo lo aprendido las comunidades indígenas, su cosmovisión. forma de relacionarse, su concepción del tiempo...

La comunidad nativa de Monte Salvado es la más alejada de la región Madre de Dios. Hacía allí nos dirigimos saliendo bien temprano de Puerto Maldonado en carro hacia Puerto Lucerna por un camino de tierra lleno de huecos y baches. No pudimos dormir mucho en el trayecto. Era un martes sobre las 5am. Desayunamos un caldo de gallina muy sabroso antes de montar en el bote que nos llevaría a la comunidad nativa de Santa Alicia, nuestra primera parada. Antes de embarcar, fuimos a coger varillas de cacao de una chacra cercana, para injertarlas en las comunidades y el tiempo se nos echó encima. Todo el equipo iba muy alegre, fresco y motivado para enfrentar las largas horas de viaje por el Río Piedras. El bote iba muy cargado, con gente y víveres. Ell motorista, Daker, indígena Yine e hijo del fundador de Monte Salvado, lo llevaba lento. El joven Leo, sobrino de Daker, iba de puntero. El trayecto pasó entre bromas y risas, y al atardecer salieron dos arcoíris completos en el cielo anaranjado. Fue una visión de otro mundo. La belleza cambiante de la naturaleza, el silencio y la serenidad te llevaban al presente, a un estado de contemplación difícil de encontrar en occidente.
Tras unas 8 horas de viaje, se hacía de noche y no llegábamos a Santa Alicia. Tuvimos que parar en un campamento literalmente en medio de la nada, donde pusimos las tiendas con linternas sobre unos tablones y cenamos lo que nos prepararon las mujeres indígenas que nos acompañaban. Obviamente no había baño y estaba todo embarrado. Había niños y niñas alborotando y la mayor les decía que si no callaban vendría la Llorona y se los llevaría.
Al despertar el miércoles nos pusimos rumbo a Santa Alicia, parando antes en el campamento de Jungle Keepers, una organización de conservación que está comprando todo el territorio de la cuenca del Piedras. Tardamos unos 15 minutos para llegar al campamento. Estaba en un claro muy amplio, y era lujoso. Nos invitaron a café y desayuno, y nos hablaron de una plantación de coca ilegal cercana a la que no debías acercarte a menos que quisieras morir. También comentaron historias sobre gente que había sido flechada en esta zona por los indígenas no contactados Mashco Piro, con quienes hay una situación bastante compleja a nivel socio-político. También se habla de encuentros mortales con otorongos y shushupes. Aquí todo se cuenta entre risas, pero es así.
Por fin llegamos a Santa Alicia, subiendo por unas escaleras bien empinadas. Era una comunidad pequeña y agradable. Nos ofrecieron masato nada más llegar y nos acogieron en una de las casas para comer. Allí hicimos recogida de información de las necesidades de la comunidad. Los niños se bañaban y correteaban desnudos, una mujer daba pecho a su bebé en una hamaca, una señora mayor se dormía con la espalda en la pared. Al terminar el encuentro dimos una vuelta y vimos cómo preparaban fariña de yuca.
De nuevo nos subimos al bote y llegamos a Puerto Nuevo cuando atardecía. Esta comunidad es Yine-Ashanika. Nos invitaron a cenar mono, siempre acompañado con arroz y, después de un taller sobre el cultivo de cacao, nos duchamos y nos fuimos a dormir.
El jueves amaneció lloviendo y, cuando amainó, hubo taller práctico de injertos en la chacra. Conocí a una niña de la comunidad que me invitó a una bola de plátano revuelta en fariña, y me invitó a probar guaba de un árbol. Descubrí que todas las guabas tienen gusano. Los mosquitos empezaban a molestar. Llegó un equipo de médicos evangelistas, mayoritariamente estadounidenses, que llevaban medicamentos anualmente a las comunidades. Después de conversar con ellos sobre Dios, me dieron antihistamínicos para el picor y una pomada que, desgraciadamente, se me perdió.
Uno de sus guías, Gabriel, de Monte Salvado, peló y partió cocos para todos con machete. Estaba delicioso. Después de comer fuimos a casa de Rosita a ver la artesanía y me compré una corona-cinta típica Yine. Al atardecer los mosquitos eran imparables, y solo se espantaban con las espirales de incienso. En el contraste del cielo atardecido vi un colibrí libando flores blancas en un gran arbusto. Al acabar los talleres, cenamos pava de selva y proyectamos la película “Hasta el último hombre.” Después nos fuimos a dormir, con un cielo limpio y lleno de estrellas.
El viernes nos embarcamos hacia Monte Salvado. El cansancio del viaje empezaba a notarse, pero nos animamos cuando vimos un tapir (o sachavaca) cruzando el río a nado. Al llegar a la comunidad, nos instalamos en el puesto de control, desde donde había una vista impresionante al río. Nos dieron almuerzo y el omnipresente masato fermentado. De nuevo hicimos el taller de injertos en la plantación de cacao. Vimos una hormiga isula y un pequeño roedor parecido a un lirón careto. Nos trajeron queque e inkacola para sobrellevar el calor. Después volvimos a la comunidad y se hicieron talleres sobre derechos humanos y fortalecimiento de la comunidad. Al atardecer, mientras algunos compañeros iban en bote a pescar, me bañé con unos niños en el Piedras bajando por un barranco. Fue una de las mejores experiencias de este tiempo en Perú. Por la noche conversamos con el fundador de la comunidad, un hombre mayor y en buena forma que me recordó a José Aureliano Buendía. Gracias a él se crearon todas las comunidades en esta cuenca. En la oscuridad, bajo las estrellas, nos contó su historia y su relación con los Mashco Piro. Cenamos y fuimos a dormir.
A la mañana siguiente nos invitaron a un desayuno comunal y una fila de mujeres sirvió masato. La tradición es pasar bebiendo un vaso de cada una de ellas. Hacia las 8 empezó a llover intensamente y tuvimos que esperar a que parara un poco para poder salir de vuelta a Puerto Lucerna. El tiempo apremiaba, así que con lluvia nos fuimos en el bote río abajo. Los nativos descalzos pisando el barro, empapados bajo la lluvia sin más abrigo que una camiseta, y nosotros con botas empapadas y ponchos impermeables cubriéndonos por entero. A medio camino nos quedamos sin gasolina, pero Daker supo dónde parar a “repostar”. Después de nueve horas navegando, llegamos a Puerto Lucerna cuando ya había anochecido, con Leo alumbrando el camino por el río con una gran linterna. Estábamos agotados y llenos de picaduras, pero felices de la aventura vivida. Llegamos a Puerto Maldonado el sábado hacia las diez de la noche.
En estos cinco días aprendí que el mundo y la cosmovisión indígena es ciertamente diferente al nuestro. Otro tiempo, otro ritmo, otra forma de relacionarse. De este hermoso viaje me llevo una gran dosis de humildad, junto con un deseo cada vez mayor de conocer su riqueza y su sabiduría.
María Laín, voluntaria de Misioneros Dominicos - Selvas Amazónicas