Mi destino final: el internado de Pangoa en Perú
Ángela, voluntaria de Misioneros Dominicos - Selvas Amazónicas, tras su paso por la Misión de Koribeni, nos envía su segunda crónica desde la misión
Hace ya algo más de un mes que llegué a Pangoa, el destino final de esta primera parte de mi aventura. Pero, antes de aterrizar en el internado, pude pasar unos días en la Comunidad Nativa de Koribeni y conocer un poco la misión.
Al lado de la casa de los frailes, se encuentra el internado, donde conviven chicos y chicas tanto quechuas como matsiguengas. Durante la semana que compartí con ellos, pudimos hacer un intercambio de conocimientos: mientras yo les repasaba cálculo, ortografía o hacíamos dinámicas, ellos me enseñaron a trabajar la yuca, recolectar el algodón o cargar leña.
Del tiempo pasado en el primer internado me llevo las sonrisas, los abrazos y el intercambio de historias personales. De todas ellas me quedo con una. Cuando les pedí que me escribieran una redacción, una de las chicas matsiguengas, me contó que tiene el sueño de poder viajar y visitar la India. Sin embargo, lo más sorprendente de su historia fue que, al terminar la redacción escribió como conclusión que sabía que ese sueño nunca se podría cumplir, dado que su realidad y sus pocas oportunidades le impedían lograrlo.
Y aquí tuve una de las primeras enseñanzas: los sueños no siempre se cumplen, y en el fondo, por triste que sea, uno se debe acostumbrar a convivir con ello. Sin embargo, en Europa nos educan a lo contrario: “si lo deseas lo puedes conseguir” o “con esfuerzo todo se logra”, pero, la realidad es que estas dos máximas no siempre se pueden obtener.
Después de pasar una semana muy bonita en Koribeni, llegue al internado de Pangoa, mi destino final.
El Internado está compuesto por unos cuarenta jóvenes, la profesora Justina, el alma del lugar, y la “Seño Sonia” o “Mamá Sonia” (como la llaman los chicos). Es la cocinera, pero en el fondo todos sabemos que es mucho más que eso.
Los chicos, al igual que los de Koribeni, proceden de comunidades quechuas y matsiguengas. En el internado, ambas culturas aprenden a convivir, y los jóvenes lo hacen con respeto. En la escuela aprenden ambas lenguas e incluso se enseña a tocar la quena y el siku.
Mi función en el internado es muy amplia, desde ayudarles a realizar las tareas, explicarles alguna lección de matemáticas o realizar talleres donde tocamos temas tan importantes como es la sexualidad. Pero creo que mi función principal es la de acompañar y estar. Dos verbos sencillos, pero a la vez muy complicados.
Los chicos saben que estoy aquí, y poco a poco me sorprenden con un abrazo, una sonrisa o un simple “se me cuida, señorita”. En el internado se aprende a cuidar del otro, a ser consciente que el que tengo al lado es mi hermano, y que juntos, formamos una familia “un poco rara”, pero familia al fin.
Los internados son un valor añadido a las misiones. Son centros que dan la oportunidad a muchos jóvenes de poder estudiar, y, sobre todo, de poder hacerlo con una cierta calidad. Aprenden no sólo conocimientos académicos, sino valores que les van a ayudar a ser ciudadanos responsables y buenos para sus comunidades.
He tenido la oportunidad de poder visitar la Comunidad Nativa de Matoriato junto con el misionero dominico Fr. Roberto Ábalos y la Hermana Flor. Para llegar allí, primero tuvimos que coger una lancha y atravesar el río Llavero. La ida dura algo más de tres horas, pero el trayecto vale la pena. Cruzas una naturaleza que te conecta con la creación, con la belleza, con la serenidad y la paz. Con todas estas sensaciones llegas a una comunidad nativa que te acoge.
Durante los días que estuvimos allí, convivimos con los maestros y profesores, nos contaron un poco sus necesidades y les animamos a seguir con su labor. Conocí a los “ancianos” de la comunidad Javier y Rafael. Dos personas “como las de antes”, sabias y con mucho sentido común. De alguna forma me recordaron a mi abuelo, con esa capacidad de saber qué decir, y hacerlo siempre buscando el bien de todos. Celebramos el sacramento del bautismo, y después de visitar algunas casas de las mujeresartesanas, donde pude ver cómo se hila el algodón virgen, volvimos a la lancha y pusimos rumbo de vuelta a Pangoa.
No puedo cerrar la etapa del viaje a Matoriato sin acordarme de la visita a la chacra del señor Rafael, donde el Padre Roberto dio la comunión a su madre, la señora Angélica, de 92 años. Me conmovió su fe, su serenidad y la paz que trasmitía. El recibir la comunión le llenó de fuerzas para seguir adelante, y de alguna forma, la fuerza que vi en sus ojos, me ayudo a mí a seguir mi camino.
La aventura no ha terminado. ¿Qué nos deparará el futuro?, solo Dios lo sabe.
Ángela I. Burguet,voluntaria de Misioneros Dominicos - Selvas Amazónicas