La Vocación Misionera
Al cumplir 50 años de acción misionera, fray Fernando Solá nos comparte su experiencia y su reflexión

A finales del mes de noviembre cumplí 50 años de misionero. Llegué a Panamá en noviembre del año 1975. ¿De dónde o por dónde me vino la vocación de fraile dominico y de misionero? ¿De mi ambiente, o por mis padres, o antes? Puedo reconocer la incidencia de mis padres en lo que definiría mi vida y, aunque no conocí a ninguno de mis cuatro abuelos, no dudo que recibí la influencia de su fe, de su honestidad y de su trabajo. Se cumplió en mí la parábola del evangelio de Marcos: “Sucede con el Reino de Dios lo mismo que con el grano que un hombre echa en la tierra. No importa que él esté dormido o despierto, que sea de noche o de día. El grano germina y crece, sin que él sepa cómo”.
Necesito escudriñar el pasado para entrever la acción del Espíritu, el paso de su viento en mi vida. Puedo observar las ráfagas y la suave brisa en las causas segundas. Mi padre nació en la pequeña población de San Feliu Saserra, de la diócesis de Vic, provincia de Barcelona, donde había nacido cien años antes San Pedro Almató, fraile dominico, mártir en Vietnam. Fue
beatificado por el Papa Pio X en mayo de 1906. Pocos días después de su beatificación nació mi padre y fue bautizado con el nombre de Pedro Almató, al que veneró toda su vida. También en la diócesis de Vic nació la Congregación de las Dominicas de la Anunciata en cuya Casa Madre yo recibí mi primera instrucción. Guardo en mi memoria, con mucho cariño, el nombre de la hna. Luisa Llorens que fue mi primera maestra e influyó positivamente en mi conciencia. De las Dominicas de la Anunciata era también una tía, hermana de mi padre, que veló mucho por mi vocación.
De temprana edad, se despertó en mí una inclinación hacia lo religioso. La familia fue decisiva. Fue la mía, una familia profundamente cristiana que protegió y alentó esa semilla. Tenía yo un hermano mayor que entró en el seminario, y yo quise seguir su mismo camino. Al poco tiempo se advirtió que no tenía capacidad para hacer los estudios requeridos. Esta situación originó un nuevo enfoque a mi futuro. La Vida Religiosa sería la realización de mi consagración bautismal. Visualicé la vocación del sacerdocio común, y me enamoré de ese descubrimiento. Pensé en los benedictinos de Montserrat, en los jesuitas y en los misioneros claretianos, pero prevaleció la imagen que fue cultivándose desde mi infancia: ser dominico. Durante ese discernimiento, experimenté que se me cerraba una puerta y se me abría otra. Fueron varias las personas que me ayudaron, cuyos nombres guardo en mi corazón. Me dejé conducir por los acontecimientos. Veía en ellos la mano de Dios. Me recibieron los frailes dominicos de Cardedeu, donde la Provincia de Aragón tenía la Escuela Apostólica, el Noviciado y la Filosofía. Me sentí acogido y en un clima armonioso. Allí se desarrolló lo que interpreté como mi vocación. Profesé y fui asignado al Colegio Xavierre de Zaragoza, donde permanecí 14 años. En esos años, tiempos del Concilio Vaticano II, se consolidó mi formación y me dispusieron para
una nueva etapa, la etapa misionera.
La idea de Misión era, en mi imaginario, la del misionero intrépido que se adentra a la selva para evangelizar a los nativos. Mi provincial, con muy buen tino, me fue orientando hacia una nueva experiencia misionera en Panamá, iniciada por sacerdotes de la diócesis de Chicago, con los jesuitas, una comunidad de religiosas y la pequeña comunidad de dominicos de nuestra Provincia. Esta experiencia de avanzada fue conocida como el Vicariato de San Miguelito. De
Zaragoza fui asignado a Panamá. Para mí fue un segundo nacimiento. No iba a adoctrinar, me encontré con una Iglesia nueva, un modo de compartir la vida religiosa diferente y, sobre todo, experimenté un encuentro que no había tenido antes con los pobres. Pasado un tiempo, fui ordenado presbítero, lo cual me permitió un mayor servicio a las comunidades.
Ocho años después, me llamaron los hermanos del Vicariato del Sur, hoy Vicariato Antón Montesino, para integrarme a su proyecto de Predicadores. Desde entonces, he podido colaborar con la misión evangelizadora de las Iglesias Locales de la Argentina, del Uruguay y de Paraguay. En Argentina se me encomendó una tarea de coordinación del Vicariato. En el Uruguay tuve la rica experiencia de acompañar la fe de comunidades cristianas en una
sociedad secularmente laicista. En el Paraguay he tenido la dicha de compartir la misión de una comunidad comprometida con la realidad de la marginación urbana y rural. Ciertamente, “la
mies es mucha”.
Simultáneamente se fue instaurando la Orden en Paraguay y Uruguay. En el Vicariato, los hermanos nacidos en estas tierras ya nos doblan en número a los venidos de Europa. Ellos continuarán la misión que cada vez más entendemos como una tarea conjunta, sin distinción de clérigos y laicos, de hombres y mujeres, de nacionales y extranjeros. Es la misión que Jesús
encomendó a la Iglesia y a la que nos convoca nuestro padre Santo Domingo.
A cuantos lean estas líneas, muy especialmente a los y las voluntarias de Misioneros Dominicos-Selvas Amazónicas, y a cuantos simpatizan con esta obra, les auguro la alegría de reconocer su propia llamada a servir. Nos encontramos todas y todos juntos en la expansión del Reino.


